El arte y la revolución social (3 de 4)

Los artistas y la revolución
El arte y la política, como dijimos antes, no pueden ser abordados del mismo modo, la creación artística tiene sus reglas y sus métodos, sus propias leyes de desarrollo y en la medida que el artista avanza en lo político lo hace en detrimento de lo propiamente artístico. Ahora bien, si esto es así cabe la pregunta acerca de ¿cómo es que se ha dado una relación tan estrecha entre muchos de los principales artista de la primera mitad del siglo XX y la revolución socialista?. En que medida la revolución social ha servido de impulso a los nuevos movimientos artístico y en que medida no. Veamos entonces el caso del cineasta ruso Sergei Eisenstein.
Si a alguien le cabe el mote de artista revolucionario en el sentido que venimos señalando, es a Sergei Eisenstein. Él rompe con los moldes tradicionales de montaje. El acorazado Potemkin (1925) constituye un buen ejemplo de esto. En lo que Eisenstein describió como montaje intelectual, o montaje ideológico, los objetos y los personajes se unen y se separan, entran y salen, se unen de variadas formas provocando el desconcierto del espectador, que se obliga a pensar, preguntándose qué sucede en la pantalla, adquiriendo conciencia por sí mismo de los hechos que ve con estupor. Eisenstein propone el montaje con libertad de situaciones y escenas arbitrariamente elegidas, independientes entre sí pero con una orientación precisa hacia un determinado efecto temático final. La secuencia completa de las escaleras de Odessa, es una muestra única para explicar ese tipo de montaje. Es fundamental su aportación teórica, como su hipótesis sobre “El montaje de atracciones" donde postula el empleo en el cine de técnicas provenientes del circo y del music-hall. En la película La huelga (1924) recrea por primera vez la idea de la clase obrera como héroe colectivo y en sus formas va mucho más al futuro ya que son una negación completa del método documental con el cual cualquier otro director pudo haber hecho la película.[1]
En relación a los contenidos de su obra es claro que solo basta con dar una mirada rápida sobre estos para darse cuenta de su adhesión a los ideales de la revolución socialista. En la época de la Revolución Bolchevique, si bien era ingeniero civil de profesión ya estaba inmerso en el estudio del teatro y el advenimiento de la revolución lo cambió todo para él. La revolución había llevado a las artes a una edad de oro. Dentro del criterio de ayuda a la revolución se originaron innumerables escuelas estéticas, cada una de las cuales buscaba expresar de manera entusiasta la energía de la revolución a través del arte. Entre 1919 y 1920 nunca había habido tantos teatros y experimentos en la poesía y en la pintura.[2] En este sentido la revolución como acto liberador de la fuerzas sociales había dado un impulso renovador sin precedentes a toda la superestructura heredada del viejo régimen, de la cual el arte también era parte.

Como dijimos anteriormente, los cambios históricos modifican también el concepto de arte. Eisenstein es parte de esto y su obra artística como las circunstancias políticas que le tocó vivir forman un todo inseparable, cada una de cuyas partes no sólo influye a las otras, sino que las explica. Sin embargo, lo que hacía de él un artista verdaderamente revolucionario no era tanto su adhesión al socialismo sino su innovación en las formas del montaje cinematográfico.
Esta idea comienza a hacerse carne con el advenimiento del stalinismo en la URSS. Si bien Eisenstein no fue, como muchos creen, el “director oficial” de la Nomenclatura tampoco, en esta época, fue un creador autónomo, inmune a la monstruosa digitación que imponía la política de Stalin en todos los aspectos de la vida social. El control de la política sobre lo propiamente artístico comienza a manifestarse en su tercera obra Octubre (1927), aquí desaparecen la contemporaneidad y las masas trabajadoras, cuya presencia en pantalla desveló tan obsesivamente al realizador, para desembocar en una racha de dramas feudales, prácticamente operísticos, estructurados alrededor de un personaje central que se roba singularmente el protagonismo. Cuando los años se tradujeron en un pulimiento teórico e intelectual que auspiciaba un salto importante en la adecuación tema-forma (Eisenstein supo ver críticamente todas las "ingenuidades" formales de su producción inicial), la losa del stalinismo cayó sobre el director para arrebatarle definitivamente el control de sus obras. En adelante, entre sus esfuerzos artísticos siempre figuró el de edificar recodos sutiles que le permitieran inyectar en los films una buena cuota de ideas que no fueran advertidas por la autoridad.

Pasaron diez años desde Octubre hasta Alejandro Nevski (1938). En el interín, cercenaron y reeditaron su versión de las transformaciones agrícolas soviéticas, La linea general, y la rebautizaron Lo viejo y lo nuevo para su exhibición. Cayó en desgracia con el régimen al desoír la orden de regresar a Moscú mientras completaba el rodaje de ¡Que viva Méjico!; sufrió un manoseo infernal a raiz de la nunca acabada El prado de Bezhin: sugerida por un testaferro de Stalin para exaltar la política agraria, al promediar las tomas fue suspendida por el gobierno, que le ordenó reiniciar el rodaje de acuerdo con las nuevas orientaciones del partido. Eisenstein acató y cambió de guionista para reescribirla, pero esto tampoco prosperó y lo poco que se filmó fue confiscado y destruido. El tema de Nevski le fue impuesto por el tirano, del mismo modo que Iván, con el propósito de legitimar su propia autocracia a partir de la bendición a unos zares distorsionados que, también en nombre del "patriotismo", habían ejercido la mano dura con anterioridad. Ya no servían a Stalin las imágenes "de actualidad", comprometido como lo estaba en políticas criminales en los cuatro costados del globo; tampoco eran útiles las "escenas de masas" a un modus operandi basado en las intrigas camarillescas (era la época de los "procesos de Moscú"), el espionaje y la militarización.
Este obligado desvío temático supuso una doble amputación para Sergei Mihailovich, que concebía a sus propios aportes formales como frutos indisociables del "nuevo contenido intelectual" del cine soviético (es decir, ligados a los actores sociales contemporáneos que sus films ponían en pantalla). Las razones de Estado alejaron a Eisenstein de su evolución "natural" y lo arrojaron al territorio del arte alumbrado con fórceps.[3]

A partir de esta experiencia se verifica el hecho de que en la medida que el artista comienza a comprometer cada vez más su arte con la política comienza también un proceso de negación como artista. Es clara aquí la idea de la autonomía de las leyes del arte respecto de las leyes propias de la política. Vemos que el artista al subordinar el arte a la política se niega a sí mismo, porque su actividad como artista comienza a jugar un rol secundario respecto de la dinámica propia de las tareas políticas. Como dice Adorno,[4] es dudoso que las obras de arte tengan eficacia política. Si así sucede alguna vez, se trata en general de algo periférico, y si pretenden tal eficacia suelen quedarse por debajo de su propio concepto. En definitiva, por más bella y revolucionaria que pueda ser una pintura u obra literaria, éstas nunca podrán reemplazar a la barricada y al fusil.

En oposición al condicionamiento del arte que imponía la política estalinista del Proletkult, Trotsky explica que:

“La concepción marxista del condicionamiento social objetivo del arte y de su utilidad social no significa en lo absoluto cuando se habla en términos políticos un deseo de dominación del arte por medio de órdenes y decretos. Es falso decir que para nosotros sólo es nuevo y revolucionario el arte que habla del obrero, y es absurdo pretender que nosotros exigimos a los poetas que describan exclusivamente las chimeneas de una fábrica o una insurrección contra el capital. Por supuesto que el arte nuevo no puede por menos de conceder una atención primordial a la lucha del proletariado. Pero el arado del arte nuevo no está limitado a unos cuantos surcos numerados; al contrario, debe arar todo el terreno y en todas las direcciones.”[5]

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1.
http://www.cineismo.com/temas/eisenstn.htm
2. http://www.wsws.org/arts/1998/feb1998/eisen.shtml
3. Artículo de Guillermo Ravaschino en: ídem [1]
4. Theodor Adorno, Teoría estética, pp. 304 , ed . cit.
5. León Trotsky, Sobre arte y cultura, pp. 89, ed. cit.
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3 comentarios:

Ernesto Gutiérrez Ezcurra dijo...

Excelente tu trabajo. Espero volver a leerlo en su totalidad con el detenimiento que merece. Un comentario al margen sería que en el texto no está claro cuáles son las partes que deben atribuirse a los autores de las notas referidas en el final, ya que no hay entrecomillados que lo indiquen. Igual te digo esto sólo porque soy un rompebolas. Un abrazo.

Diego Bruno dijo...

Gracias por el comentario, proximamente sale la cuarta y última parte. Con respecto a las citas tiene que ver con mi estilo, a veces me parece que queda mejor que la cita que dentro del cuerpo del texto y a veces no.
Saludos

Anónimo dijo...

Muy buen trabajo! muy buen blog! saludos!