Cajón de manzanas



Arrecian los vientos contaminantes,
se diluyen los berretines del mandamás.
Sudado por este verano crujiente,
me alzo y se alzan,
me calzo y se calzan,
caminamos...
Verano en Buenos aires.
De esos que se repiten, por lo menos desde hace cinco años.
Calor, cemento, carne y quizás una pelopincho.

Un verano inconmensurable,
donde quienes siguen girando la rueda son los mismos,
aquellos que juntan monedas en invierno, otoño y primavera
para escaparse;
aquellos que juntan monedas al amanecer, al mediodía y en el ocaso
para parar la olla.

Como resentido social que soy, también me quedé en la ciudad,
y fue en ella donde se me presentó lo pútrido del verano,
y las demás estaciones también.
Porque a pesar de que las playas albergan bullicio,
los cementerios siguen conteniendo nuestros huesos...
...o por lo menos eso intentamos.
Enterrar nuestros muertos es nuestra propia odisea,
enterrar los huesos de quienes nos abrigaron al llorar,
nos dieron de comer en la boca,
o simplemente caminaron bajo el sol y la lluvia junto a nosotros.
Un pedazo de tierra, un par de flores son un privilegio de pocos.
Tanto que nos vemos obligados a ver como rostros amigos
se vuelven amorfas pelotas.
Lejos, lejos están las voces de pingüinos y macris
para acallar las lágrimas
de quienes
recibiremos a los gusanos en un cajón manzanas, lejos.

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