El arte y la revolución social (3 de 4)

Los artistas y la revolución
El arte y la política, como dijimos antes, no pueden ser abordados del mismo modo, la creación artística tiene sus reglas y sus métodos, sus propias leyes de desarrollo y en la medida que el artista avanza en lo político lo hace en detrimento de lo propiamente artístico. Ahora bien, si esto es así cabe la pregunta acerca de ¿cómo es que se ha dado una relación tan estrecha entre muchos de los principales artista de la primera mitad del siglo XX y la revolución socialista?. En que medida la revolución social ha servido de impulso a los nuevos movimientos artístico y en que medida no. Veamos entonces el caso del cineasta ruso Sergei Eisenstein.
Si a alguien le cabe el mote de artista revolucionario en el sentido que venimos señalando, es a Sergei Eisenstein. Él rompe con los moldes tradicionales de montaje. El acorazado Potemkin (1925) constituye un buen ejemplo de esto. En lo que Eisenstein describió como montaje intelectual, o montaje ideológico, los objetos y los personajes se unen y se separan, entran y salen, se unen de variadas formas provocando el desconcierto del espectador, que se obliga a pensar, preguntándose qué sucede en la pantalla, adquiriendo conciencia por sí mismo de los hechos que ve con estupor. Eisenstein propone el montaje con libertad de situaciones y escenas arbitrariamente elegidas, independientes entre sí pero con una orientación precisa hacia un determinado efecto temático final. La secuencia completa de las escaleras de Odessa, es una muestra única para explicar ese tipo de montaje. Es fundamental su aportación teórica, como su hipótesis sobre “El montaje de atracciones" donde postula el empleo en el cine de técnicas provenientes del circo y del music-hall. En la película La huelga (1924) recrea por primera vez la idea de la clase obrera como héroe colectivo y en sus formas va mucho más al futuro ya que son una negación completa del método documental con el cual cualquier otro director pudo haber hecho la película.[1]
En relación a los contenidos de su obra es claro que solo basta con dar una mirada rápida sobre estos para darse cuenta de su adhesión a los ideales de la revolución socialista. En la época de la Revolución Bolchevique, si bien era ingeniero civil de profesión ya estaba inmerso en el estudio del teatro y el advenimiento de la revolución lo cambió todo para él. La revolución había llevado a las artes a una edad de oro. Dentro del criterio de ayuda a la revolución se originaron innumerables escuelas estéticas, cada una de las cuales buscaba expresar de manera entusiasta la energía de la revolución a través del arte. Entre 1919 y 1920 nunca había habido tantos teatros y experimentos en la poesía y en la pintura.[2] En este sentido la revolución como acto liberador de la fuerzas sociales había dado un impulso renovador sin precedentes a toda la superestructura heredada del viejo régimen, de la cual el arte también era parte.

Como dijimos anteriormente, los cambios históricos modifican también el concepto de arte. Eisenstein es parte de esto y su obra artística como las circunstancias políticas que le tocó vivir forman un todo inseparable, cada una de cuyas partes no sólo influye a las otras, sino que las explica. Sin embargo, lo que hacía de él un artista verdaderamente revolucionario no era tanto su adhesión al socialismo sino su innovación en las formas del montaje cinematográfico.
Esta idea comienza a hacerse carne con el advenimiento del stalinismo en la URSS. Si bien Eisenstein no fue, como muchos creen, el “director oficial” de la Nomenclatura tampoco, en esta época, fue un creador autónomo, inmune a la monstruosa digitación que imponía la política de Stalin en todos los aspectos de la vida social. El control de la política sobre lo propiamente artístico comienza a manifestarse en su tercera obra Octubre (1927), aquí desaparecen la contemporaneidad y las masas trabajadoras, cuya presencia en pantalla desveló tan obsesivamente al realizador, para desembocar en una racha de dramas feudales, prácticamente operísticos, estructurados alrededor de un personaje central que se roba singularmente el protagonismo. Cuando los años se tradujeron en un pulimiento teórico e intelectual que auspiciaba un salto importante en la adecuación tema-forma (Eisenstein supo ver críticamente todas las "ingenuidades" formales de su producción inicial), la losa del stalinismo cayó sobre el director para arrebatarle definitivamente el control de sus obras. En adelante, entre sus esfuerzos artísticos siempre figuró el de edificar recodos sutiles que le permitieran inyectar en los films una buena cuota de ideas que no fueran advertidas por la autoridad.

Pasaron diez años desde Octubre hasta Alejandro Nevski (1938). En el interín, cercenaron y reeditaron su versión de las transformaciones agrícolas soviéticas, La linea general, y la rebautizaron Lo viejo y lo nuevo para su exhibición. Cayó en desgracia con el régimen al desoír la orden de regresar a Moscú mientras completaba el rodaje de ¡Que viva Méjico!; sufrió un manoseo infernal a raiz de la nunca acabada El prado de Bezhin: sugerida por un testaferro de Stalin para exaltar la política agraria, al promediar las tomas fue suspendida por el gobierno, que le ordenó reiniciar el rodaje de acuerdo con las nuevas orientaciones del partido. Eisenstein acató y cambió de guionista para reescribirla, pero esto tampoco prosperó y lo poco que se filmó fue confiscado y destruido. El tema de Nevski le fue impuesto por el tirano, del mismo modo que Iván, con el propósito de legitimar su propia autocracia a partir de la bendición a unos zares distorsionados que, también en nombre del "patriotismo", habían ejercido la mano dura con anterioridad. Ya no servían a Stalin las imágenes "de actualidad", comprometido como lo estaba en políticas criminales en los cuatro costados del globo; tampoco eran útiles las "escenas de masas" a un modus operandi basado en las intrigas camarillescas (era la época de los "procesos de Moscú"), el espionaje y la militarización.
Este obligado desvío temático supuso una doble amputación para Sergei Mihailovich, que concebía a sus propios aportes formales como frutos indisociables del "nuevo contenido intelectual" del cine soviético (es decir, ligados a los actores sociales contemporáneos que sus films ponían en pantalla). Las razones de Estado alejaron a Eisenstein de su evolución "natural" y lo arrojaron al territorio del arte alumbrado con fórceps.[3]

A partir de esta experiencia se verifica el hecho de que en la medida que el artista comienza a comprometer cada vez más su arte con la política comienza también un proceso de negación como artista. Es clara aquí la idea de la autonomía de las leyes del arte respecto de las leyes propias de la política. Vemos que el artista al subordinar el arte a la política se niega a sí mismo, porque su actividad como artista comienza a jugar un rol secundario respecto de la dinámica propia de las tareas políticas. Como dice Adorno,[4] es dudoso que las obras de arte tengan eficacia política. Si así sucede alguna vez, se trata en general de algo periférico, y si pretenden tal eficacia suelen quedarse por debajo de su propio concepto. En definitiva, por más bella y revolucionaria que pueda ser una pintura u obra literaria, éstas nunca podrán reemplazar a la barricada y al fusil.

En oposición al condicionamiento del arte que imponía la política estalinista del Proletkult, Trotsky explica que:

“La concepción marxista del condicionamiento social objetivo del arte y de su utilidad social no significa en lo absoluto cuando se habla en términos políticos un deseo de dominación del arte por medio de órdenes y decretos. Es falso decir que para nosotros sólo es nuevo y revolucionario el arte que habla del obrero, y es absurdo pretender que nosotros exigimos a los poetas que describan exclusivamente las chimeneas de una fábrica o una insurrección contra el capital. Por supuesto que el arte nuevo no puede por menos de conceder una atención primordial a la lucha del proletariado. Pero el arado del arte nuevo no está limitado a unos cuantos surcos numerados; al contrario, debe arar todo el terreno y en todas las direcciones.”[5]

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1.
http://www.cineismo.com/temas/eisenstn.htm
2. http://www.wsws.org/arts/1998/feb1998/eisen.shtml
3. Artículo de Guillermo Ravaschino en: ídem [1]
4. Theodor Adorno, Teoría estética, pp. 304 , ed . cit.
5. León Trotsky, Sobre arte y cultura, pp. 89, ed. cit.
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Gran Hermano: De la vida misma a un juego de estrategias

Está en marcha la cuarta edición de Gran Hermano, el reality show de fama mundial que alcanza altos niveles de rating en la Argentina. El aislamiento de un grupo de jóvenes, expuestos día y noche a las cámaras de televisión es el motor fundamental del programa.
Sin embargo, ni uno ni otro son reales. En primer lugar, porque el aislamiento está atravesado, por un lado, por una voz extra-casa (el Gran Hermano) que actúa como autoridad, regimentando las actividades y compensando o sancionando a los participantes; por el otro, por el hecho de que cada participante actúa y resuelve los problemas que se le presentan con las herramientas incorporadas antes de entrar a la casa. En segundo lugar, porque "lo que se ve" (inclusive en el canal de cable) es cuidadosamente seleccionado para influir en el voto popular al momento de la expulsión de cada participante.
En ese sentido, las distintas ediciones del programa definieron su "guión" previamente. La elección de los participantes está dada de acuerdo a cuadros psicológicos y sociales determinados permeables a la brutal manipulación de la producción y que pretenden representar a la juventud argentina.

Ediciones anteriores
El slogan de las primeras dos ediciones (2001-2002) fue "Como la vida misma". La casa debía ser entendida como una versión reducida de la realidad. En consecuencia, que la convivencia de un grupo de jóvenes a pesar de las diferencias sociales, sexuales e ideológicas debía ser un ejemplo de la posibilidad de convivencia en un país atravesado por cortes de ruta y cacerolazos.
En esas ediciones, "al final del cuento", los que ganaron fueron los "buenos", los "chicos de familia", los que luchan "honestamente" (en oposición a "los estrategas"). Así debía ser un país si quería superar su crisis. El tiempo se encargó de demostrar no solo que ninguno de los dos ganadores eran esos "ciudadanos modelos" que simularon ser, sino que para nada eran representativos de Almirón, Lamagna y todos los jóvenes que salieron a la calle en el Argentinazo. La pretensión de que en la vida, como en la casa, ganan los "buenos", no soportó el peso de la lucha de clases, a tal punto que el premio del segundo ganador quedó en el corralito de De la Rúa-Cavallo.
La tercera edición del programa se desarrolló en pleno 2002, mientras la ciudad de Buenos aires era bloqueada por el movimiento piquetero y cualquier esquina era escenario de asambleas populares. Ya era demasiado evidente que la casa no era "como la vida misma", por ello el slogan fue siendo dejando de lado. Pero, inevitablemente, la casa refractó la situación del país. El rating no acompañó, no había tiempo de mirar la tele. Ganó una prostituta, expresando cierto grado de ruptura de los televidentes con "los buenos", pero -contradictoriamente- fortaleció la idea de "redención" que impulsó la producción y que está vigente en la cuarta edición: la sociedad da oportunidades hasta a las putas... y posiblemente a los ex-convictos.

Cuarta edición
La presente edición ya no es presentada como la vida misma, permanentemente desde la producción se insiste con que "es un juego". A partir de ahí, se busca destacar las distintas estrategias que llevan adelante los participantes, las cuales -en su mayoría- no pasan de ser el famoso "lleva y trae". Cada uno de ellos busca demostrar quién es "el bueno". En consonancia, desde la producción, se editan la acciones de los participantes para reforzar a "los buenos" y erigir "malos" de ocasión. A pesar de haber sido demolida la idea de "la vida misma", la producción continúa inventando buenos y malos que reduzcan la vida real, a los ojos de los televidentes, a una cuestión de individuos con valores intrínsecos que se abren camino.
El negocio de Telefé no se limita a explotar a decenas de jóvenes con pretenciones artísticas en una suerte de "star system" criollo. Busca aportar su granito de arena a una lucha cultural e idéológica en donde se considere necesario la existencia de un Estado mediador para que exista la sociedad.

Rómulo Macció en el Museo Nacional de Bellas Artes

“La pintura no se dice, se muestra”, es una de las definiciones de Macció. Pero hay una realidad: a él le toca mostrarla y a nosotros, desde el papel de la crítica, decirla. Así es el juego.

Y lo que hay para decir sobre lo que Rómulo Macció muestra en su exposición en el Museo Nacional de Bellas Artes (una antología de grandes obras –grandes por formato, el resto veremos– realizadas entre 1987 y 2006) no es demasiado. Al menos no es demasiado bueno.
Ante todo, diremos que Macció supo integrar el grupo que muchos consideran como los “Beatles” de la pintura argentina; un grupo que se autonombró “Figuración Otra” pero que ha quedado en la historia como “Nueva Figuración”. Junto a Luis Felipe Noé, Ernesto Deira y Jorge de la Vega, Macció conformó este cuarteto de pintores cuya intervención y obra constituyen –sin dudas– uno de los aportes más importantes de la plástica argentina al arte del siglo XX. Y no es poco.
Individualmente, es uno de los pintores más irreverentes, talentosos y originales de aquel siglo. Y no podemos decir que de éste porque, a juzgar por la obra expuesta en el Bellas Artes, el maestro se ha cansado de serlo.

Sabemos que en el arte genuino rige una máxima (que no siempre se respeta, y está bien que así sea, algunas veces): para crear se requiere un 5 por ciento de inspiración y un 95% de trabajo.
Sí, trabajo.
Y como en la obra expuesta por Macció falta ese alto porcentaje de esfuerzo (al menos en la mayoría de las telas), la inspiración (¿la hay?) no se deja ver, y la potencia de la propuesta se desdibuja (nunca más adecuada esa palabra) en inmensos lienzos que en su mayoría muestran colores poco elaborados, con descuidos que no aportan a la expresividad de la pintura, y temáticas que no llegan a justificar semejantes superficies (en algunos casos, de hasta 4 metros de largo), expuestas nada menos que en el museo más importante del país.
Luego de la impactante retrospectiva del también neofigurativo Ernesto Deira en el verano, en el mismo museo, lo de Macció suena a poco.

Una reflexión, quizá desagradable: cabe preguntarse si a los 75 años no le convendría a Macció “limitarse” a lienzos más acotados en sus dimensiones, aunque las tendencias del mercado le exijan esas grandes telas que no llega a poder conquistar con su pincel y su paleta.
Por nuestro lado, seguimos admirando a este inmenso pintor que mostró, allá por los `60 (y después también), esa pintura de la que hoy no es necesario “decir”. Sólo mirar. Que para eso está.

Ernesto Gutiérrez Ezcurra

El arte y la revolución social (2 de 4)

El arte revolucionario

Dijimos que el concepto de arte se ha ido transformando a lo largo de la historia, y ha ido ganando en autonomía respecto de los condicionamientos político-sociales. Debido a esto es válido decir que el arte no sólo es un hecho social por el origen social de la materia de sus contenidos, sino, y sobre todo, por su oposición a la sociedad en la cual está inmerso, oposición que adquiere sólo cuando se hace autónomo.1
Esta idea general ha llevado a pensadores como Lukàcs a plantear una similitud entre las leyes del arte con las de la ciencia (en tanto reflejo de lo real) y con las de la política revolucionaria (en tanto crítica de lo social). En su obra Problemas del realismo dice:

“La unidad de la obra de arte, es pues, el reflejo del proceso de la vida en su movimiento y en su concreta conexión animada. Por supuesto, este objetivo se lo propone también la ciencia [...] Del mismo modo que en el proceso del reflejo de la realidad por el pensamiento las categorías expresan las leyes más generales y las más alejadas de la superficie del mundo de los fenómenos, de la percepción, etc., o sea las más abstractas, tanto de la naturaleza como del hombre, así ocurre también con las formas del arte".2

Para Lukàcs las formas del arte deben reflejar la objetividad de lo real al igual que la ciencia; debe ser “el reflejo animado y vivo de la época”, y para esto debe darse una unidad indisoluble entre forma y contenido, ambos deben coincidir. Es decir que habrá ciertas formas artísticas que son adecuadas para determinados contenidos.
La forma, dirá, no es otra cosa que la suprema abstracción, la suprema modalidad de la condensación del contenido y de la agudización extrema de sus determinaciones; no es más que el establecimiento de las proporciones justas entre las diversas determinaciones y el establecimiento de la jerarquía de la importancia entre las diversas contradicciones de la vida reflejadas por el arte.3 O sea, que la plasmación de la forma artística resulta de la naturaleza del tema y de la materia misma.
Un ejemplo de creación artística que se adecuaría a este esquema es Pè re Goriot, la obra de Balzac, por el hecho de que permite, según Lukàcs, comprender los rasgos típicos del carácter contradictorio de la sociedad burguesa al llevar dichas contradicciones, con una consecuencia despiadada, hasta el extremo. Es decir, ha logrado de esta manera reflejar su época de modo artísticamente adecuado, vivo y completo.4 Es en este sentido que la obra de arte contemporánea que se precie de innovadora, nueva, revolucionaria no podrá sino reflejar los acontecimientos históricos de la época actual. Época signada por la decadencia de la sociedad burguesa, la revolución social y la lucha por el socialismo. En tanto crítica de la sociedad presente deberá tomar partido por el socialismo y cumplir así un rol propagandístico:

“El material de la obra de arte debe ser agrupado y ordenado deliberadamente por el artista en vista de dicho fin, en el sentido del partidismo [...] El socialismo realista se propone como misión fundamental la plasmación del devenir y el desarrollo del hombre nuevo [..] Y la teoría marxista del arte ha de dar, si no quiere permanecer a la zaga del movimiento social, los primeros pasos indicadores del camino en la superación teórica del subjetivismo burgués de cualquier matiz”.5

Sin embargo, esta idea de una unidad indisoluble entre forma y contenido, como expresión artística de la realidad, es cuestionable por un hecho concreto, y es que la expresión y la recepción de un mismo contenido varían de arte en arte, de tendencia a tendencia, de obra a obra, de individuo a individuo. En otras palabras, un contenido puede tener formas muy variadas y una forma puede entrañar diversos contenidos. Por ejemplo: la reacción contra la Primera Guerra Mundial, artísticamente hablando, se manifestó en el dadaísmo, expresionismo, cubismo y surrealismo. Diferentes formas para un mismo contenido. Más aún: el expresionismo como forma particular expresó igualmente diferentes contenidos ideológicos.6
Por eso decimos que el reflejo de lo social en el arte no consiste en la elección de un determinado contenido sino en el hecho de que en sí mismo el sujeto artístico es social y no privado. Es claro que el arte no puede ser lo mismo que la ciencia porque no es mero reflejo objetivo de lo real, ya que el artista selecciona, opta, interpreta, no nos brinda la realidad crudamente sino mediada por sus propias experiencias, ideas, sentimientos, sus intereses; lo objetivo y lo subjetivo se funden en él. La creación artística es una alteración, una deformación, una transformación de la realidad según la leyes particulares del arte. Por lo tanto, hay que ocuparse del arte en tanto que arte, es decir, en tanto que sector enteramente específico de la actividad humana. Adorno, en oposición a Lukàcs, toma esta postura cuando dice que:

“El arte no se convierte en social por una colectivización forzada o por la elección del tema [...] las luchas sociales, las relaciones entre las clases quedan impresas en la estructura de la obra de arte. Las posiciones políticas en cambio que ellas pueden adoptar son sólo epifenómenos que sirven normalmente como un impedimento para su estructuración y finalmente para su verdad social”7

No se trata aquí en absoluto de juzgar a un artista por las ideas políticas y sentimientos que expresa. Sino que es sólo la manera de expresarlos lo que le hace ser artista. Por lo contrario, cuando Lukàcs juzga la obra de Balzac lo que sencillamente hace es borrar a Pè re Goriot del terreno del arte y transformar inmediatamente la obra en un simple documento histórico. Esta concepción llevará a Lukàcs a condenar el arte de vanguardia y a rechazar por completo su carácter de protesta, porque esa protesta es abstracta, carente de perspectiva histórica y ciega para las fuerzas que luchan contra el capitalismo.
El arte de vanguardia, sin embargo, nace como una de las expresiones más contestatarias frente a la Primera Guerra Mundial. Desde el principio, el arte vanguardista adquiere una impronta provocadora contra lo antiguo, lo naturalista o lo que se relacionara con el arte burgués. Todas las primeras manifestaciones de estos vanguardismos están repletas de actos y gestos de impacto social, como expresión de un profundo rechazo a la llamada cultura burguesa. La Primera Guerra, como expresión del afán imperialista y del profundo fracaso de esa burguesía por conseguir la paz, será el período en que, junto a actitudes diversas de rechazo a la guerra, afloren todas estas manifestaciones artísticas extraordinarias con una versatilidad y agilidad desconocidas hasta entonces. Los llamados ismos se sucederán uno tras otro. No es ninguna casualidad que el surgimiento de los vanguardismos artísticos y literarios esté relacionado íntimamente con el periodo de mayor intensidad social, ideológica, en definitiva histórica, del siglo XX: el periodo que va desde la Primera Guerra del 14 al inicio de la Segunda en 1939.8
Pero el rechazo de Lukàcs no se explica solo por una decisión meramente política sino que tiene todo un trasfondo filosófico-metodológico que lo aleja del materialismo histórico. Como señala Peter Bürger en Teoría de la vanguardia9, podemos ver que en realidad el problema radica en que su concepción no rompe del todo con Hegel y acepta algunos momentos esenciales de la concepción hegeliana. En su obra, la confrontación hegeliana de arte clásico y romántico se convierte en el contraste entre arte realista y arte vanguardista. Lukàcs traslada la crítica hegeliana del arte romántico al fenómeno de la decadencia históricamente necesaria del arte de vanguardia y hace lo mismo con la idea de Hegel, según la cual, la obra de arte orgánica constituye un tipo de perfección absoluta, sólo que la ve más realizada en las grandes novelas realistas de Goethe, Balzac y Stendhal que en el arte griego.
Adorno, en cambio, intenta pensar radicalmente la historización de la formas artísticas emprendida por Hegel, esto es, trata de evitar el conceder primacía sobre los demás a cualquiera de los tipos de dialéctica entre forma y contenido aparecidos en la historia. Es así que, su posición lo lleva a valorar al arte de vanguardia como expresión genuinamente artística ya que hace lo que debe hacer el arte: revolucionar sus formas y manifestarse como crítica de lo establecido. Es decir, la forma es lo que hará al arte revolucionario e innovador, independientemente de si el contenido político que exprese lo sea. Si no quiere ir en detrimento propio, el arte no podrá soportar ningún tipo de orden o dirección. Como dice Trotsky, desde el punto de vista general el hombre expresa en el arte la exigencia de armonía y de plenitud de la existencia, es decir, de los bienes más preciosos que le niega la sociedad de clases. Por ello toda obra de arte auténtica implica una protesta contra la realidad, protesta conciente o inconciente, activa o pasiva, optimista o pesimista. Cada corriente artística nueva comienza con la rebelión.10


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1. Ibídem, pp. 296, ed. cit.
2. Georg Lukàcs, Problemas del realismo, pp. 22-23, FCM, México-Bs. As..
3. Ibídem, pp. 35-36, ed. cit.
4. Ibídem, pp. 34, ed. cit.
5. Ibídem, pp. 53-54, ed. cit.
6. León Trotsky, Sobre arte y cultura, pp-88-89, ed. cit.
7. Theodor Adorno, Teoría estética, pp. 302 , ed . cit.
8. http://thales.cica.es/rd/Recursos/rd99/ed99-0055-01/ed99-0055-01.html
9. Peter Bürger, Teoría de la vanguardia, cap. 1, pp. 153-154, ed. cit.
10. León Trotsky, Sobre arte y cultura, pp. 89-90,
ed. cit.
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Gran Hermano: el infierno “encantador”



Hace ya dos meses, 18 jóvenes (9 mujeres y 9 varones) iniciaron su “convivencia” en la casa construida para el programa Gran Hermano, realizado por Telefé en base a un formato de la empresa Endemol, de Holanda.
Más allá de la sugerente circunstancia de que los jóvenes desarrollan su existencia en un ambiente estricto de encierro y vigilancia total (en parte, remedo del libro de George Orwell que presta su título al programa), bajo un contrato con la producción que desconoce derechos fundamentales de los participantes (tal es así que se ignora el contenido de la mayoría de sus cláusulas, pues su principal característica es la de ser secreto, por leonino y ultra abusivo), lo cierto es que las condiciones degradantes a las que son sometidos estos pibes han llegado a la pantalla, y no sólo no se esconden en “acuerdos” contractuales de dudosa legalidad y nula legitimidad, sino que son el condimento esencial de la propuesta del programa.
Una de las principales características de esta edición de Gran Hermano es el afán, confesado, de generar entre los participantes la mayor cantidad de conflictos posible. Espacios reducidos, un solo inodoro para todos los participantes, horarios limitadísimos para hacer uso del agua caliente en las duchas, son sólo algunos de los elementos que la producción ha introducido para generar un ambiente de discordia e incomodidad, fuente casi segura del efecto buscado: la pelea entre los habitantes de la casa.
Pero hay más: la propuesta abunda en otros recursos que tienen como fin lograr una especie de riña de gallos humana, con “ideas” que se internan definitivamente en el campo del sadismo empresarial.
En las primeras semanas del programa, los participantes perdieron el 90 por ciento del escueto presupuesto con que contaban para comprar comida, al perder una de las “pruebas” a las que son regularmente sometidos, y debieron arreglarse con aproximadamente 1,50 peso diario por persona para cubrir esos gastos. Más tarde volvieron a estar en esta misma situación, que generaba escasez de comida (se la pasaron comiendo harinas) y máximo racionamiento de los cigarrillos (con la consecuente abstinencia, fuente de ansiedad, malhumor y lo tan buscado... ¿adivinaron? Sí: peleas).
En una de las pruebas, para no sufrir la misma situación de escasez fueron obligados a soportar una semana durmiendo un total de 21 horas, lo que significó que sólo pudieran contar con 3 horas de sueño por día; lo que cualquiera sabe que presenta riesgos para la salud (qué duda cabe) y que terminó generando el debilitamiento general de los participantes, uno de los cuales (una chica) debió ser atendido por sufrir una aguda infección urinaria como consecuencia del experimento.
En otra de las pruebas debieron permanecer atados unos con otros, cual prisioneros, durante lapsos de horas y a lo largo de una semana.
No hay duda: Mengele vería este programa.
Cabe aclarar que estas críticas no se basan en una moralina, ni, por otro lado, en un análisis de fondo de lo que debería ser una buena televisión (que podría haberla). Ni siquiera se fundamenta en una particular simpatía por los diversos integrantes (el casting de selección de participantes se ocupó de garantizar algo: la mediocridad intelectual de los protagonistas, por no decir que son todos bastante bobos, e incluso no demasiado simpáticos).
Se trata de indignación frente al hecho de que el negocio de la televisión se alimente cada vez más abusivamente de las ilusiones de trascendencia de los jóvenes, a quienes sólo se les ofrece, como alternativa al trabajo semi esclavizado, a la desocupación, a la falta de un futuro que den ganas de vivirlo, una posibilidad de fama que casi nunca llega, y que cuando lo hace debe pagarse con humillación.
Se dirá que los participantes algunos beneficios tienen. Y... sí: se pasan unos meses en una casa con pileta, se hacen famosos (al menos por un breve período: un “pedito” en la cloaca de la TV), y el ganador se lleva un premio de 100.000 pesos (antes de impuestos). Esto último ha generado debate entre aquellos comentaristas que no están vinculados directamente a Telefé, por el bajo monto del premio, sobre todo considerando que en las primeras ediciones de Gran Hermano se pagaba una suma de 200.000 pesos/dólares al ganador. La cifra actual también se torna inconsistente al analizar la cantidad de dinero que el programa recauda por las diversas vías: publicidad a lo largo de las aproximadamente 20 horas de programación semanales en TV de aire; publicidad en cable (donde Gran Hermano se ve las 24 horas del día); Internet (donde también se puede ver durante todo el día, con cámaras exclusivas para los usuarios de Speedy), además de la millonada de pesos que se recauda con los mensajes de texto que la gente envía para definir quién abandona la casa (el mismo Jorge Rial comentó, en la última eliminación, que se recibieron más de 500.000 SMS para esa sola ocasión).
En este marco, el escaso monto del premio responde a un criterio muy asumido en ciertos negocios, al cual los dueños de Telefé parecen adherir: ¿alguien ha visto a un mono de circo o un ratón de laboratorio cobrar por su trabajo?

Ernesto Gutiérrez Ezcurra

Cajón de manzanas



Arrecian los vientos contaminantes,
se diluyen los berretines del mandamás.
Sudado por este verano crujiente,
me alzo y se alzan,
me calzo y se calzan,
caminamos...
Verano en Buenos aires.
De esos que se repiten, por lo menos desde hace cinco años.
Calor, cemento, carne y quizás una pelopincho.

Un verano inconmensurable,
donde quienes siguen girando la rueda son los mismos,
aquellos que juntan monedas en invierno, otoño y primavera
para escaparse;
aquellos que juntan monedas al amanecer, al mediodía y en el ocaso
para parar la olla.

Como resentido social que soy, también me quedé en la ciudad,
y fue en ella donde se me presentó lo pútrido del verano,
y las demás estaciones también.
Porque a pesar de que las playas albergan bullicio,
los cementerios siguen conteniendo nuestros huesos...
...o por lo menos eso intentamos.
Enterrar nuestros muertos es nuestra propia odisea,
enterrar los huesos de quienes nos abrigaron al llorar,
nos dieron de comer en la boca,
o simplemente caminaron bajo el sol y la lluvia junto a nosotros.
Un pedazo de tierra, un par de flores son un privilegio de pocos.
Tanto que nos vemos obligados a ver como rostros amigos
se vuelven amorfas pelotas.
Lejos, lejos están las voces de pingüinos y macris
para acallar las lágrimas
de quienes
recibiremos a los gusanos en un cajón manzanas, lejos.

El arte y la revolución social (1 de 4)

El siguiente ensayo, publicado en cuatro entregas, se propone analizar la relación que el arte ha tenido con la política en la primera mitad del siglo XX, a la luz del debate entre G. Lukács y T. Adorno. Es por esto que nos centraremos en la relación del arte con aquella forma particular de la política contemporánea que es la revolución social.A partir de este debate desarrollaremos la idea del arte como producción histórico-social y como elemento crítico de los condicionamientos político-sociales existentes. De aquí surgirá la idea del arte auténtico como forma de expresión revolucionaria, y por lo tanto la siguiente pregunta: ¿Cuál es el arte revolucionario, aquel que se subordina a las necesidades de la política revolucionaria, o aquel que se revoluciona a sí mismo? Planteamos entonces responder a esta pregunta distinguiendo tres instancias en el análisis de esta relación: el arte como expresión revolucionaria; la relación de los artistas con la revolución; y finalmente, el arte y el porvenir. Tomaremos como casos concretos la polémica sobre el arte de vanguardia que se da entre Lukács y Adorno, y la contradictoria relación del cineasta Sergei Eisenstein con la revolución rusa.

El arte como producción histórico-social

Hegel ha puesto la estética en la Historia, y aunque los objetos artísticos puedan investigarse fructíferamente al margen de la historia, las teorías estéticas están claramente marcadas por la época en que aparecieron, como se comprueba en la mayoría de los casos mediante un examen a posteriori.1 Tanto Lukács como Adorno van a partir de esta idea, pero como marxistas, van a entender al proceso histórico, no ya como el movimiento del espíritu, sino determinado por el proceso de desarrollo social. Como planteó Marx en la famosa Introducción a la crítica de la economía política:


"No es la conciencia del hombre la que determina su ser, sino, por el contrario su ser social el que determina su conciencia. En la producción social de su vida, los hombres entran en determinadas relaciones necesarias e independientes de su voluntad, relaciones de producción que corresponden a una determinada fase de desarrollo de sus fuerzas productivas materiales. El conjunto de esas relaciones de producción forma la estructura económica de la sociedad, la base real sobre la que se levanta la superestructura jurídica y política y a la que corresponden determinadas formas de conciencia social"

Es decir, el modo de producción de la vida material condiciona el proceso histórico y la vida social, política e intelectual en general (el derecho, la filosofía, la religión, el arte, etc.)Es de esta manera que el arte, como disciplina práctica particular, no puede permanecer abstraído de su mundo, es decir, no influenciado por la realidad histórica y social en la cual está inmerso. Existe un condicionamiento social objetivo del arte, y este se ve reflejado en que el artista no puede encontrar material para su creación artística más que en su medio social. Por fantástico que pueda ser el arte, no dispone de más material que el que le ha proporcionado el mundo tridimensional en que vivimos y el mundo más limitado de la sociedad de clases. Incluso cuando el artista crea el cielo o el infierno sus fantasmagorías son la transformación de la experiencia de su vida, en la que se incluye hasta las cuentas que debe.2
No se trata aquí de pensar la creación artística como una plasmación de formas puras y autosuficientes, al estilo de la escuela formalista. Para el marxismo, la religión, el derecho, la moral y el arte representan aspectos diferentes de un determinado proceso de desarrollo social. Aunque se diferencien e independicen de su base de producción y se compliquen, se refuercen y se desarrollen detalladamente sus características especiales, la política, la religión, el derecho, la ética y la estética siguen siendo funciones del hombre social y se someten a las leyes de su organismo social. El arte no puede ser entonces un elemento etéreo que se alimenta a sí mismo, porque no hay un concepto trascendental o ahistórico del arte. Con los cambios sociales cambia también el concepto de arte. Esto mismo es lo que está diciendo Adorno cuando plantea que el arte se determina por su relación con aquello que no es arte.3
Ahora bien, esto no quiere decir que uno deba basarse únicamente en los principios del materialismo histórico para aceptar o rechazar una obra de arte. Es indiscutible que la necesidad del arte no es un producto de las condiciones económicas. Pero tampoco es la economía la que produce la necesidad de alimentarse. Al contrario, es la necesidad de alimento y de calor lo que crea la economía. Por lo tanto, una obra artística debe ser juzgada, en primer lugar, según sus propias leyes, es decir según las leyes del arte. Lo que aporta el marxismo es la capacidad de explicar por qué y como, en un momento histórico concreto, ha aparecido una tendencia artística determinada, qué es lo que ha hecho necesaria tal forma artística y porqué. Dice Trotsky:

"La forma artística es independiente en gran medida, pero el artista que crea esta forma y el espectador que goza de ella no son máquinas vacías, hechas una para crear la forma y otra para apreciarla. Son seres vivos, con una psicología cristalizada y hasta cierto punto unida, aunque no siempre armoniosas. Esta psicología es el resultado de las condiciones sociales. La creación y percepción de las formas artísticas es una de sus funciones. Y por profundos que tratan de ser los formalistas toda su teoría se basa simplemente en el hecho de que ignoran la unidad psicológica del hombre social, de el hombre que crea y que consume lo que ha sido creado"4

Con respecto a este doble carácter del arte, como autónomo y como producto histórico-social, Adorno va a señalar que antes de la emancipación del sujeto el arte fue sin duda en cierto sentido, más cercanamente social de lo que lo fue después. Su autonomía, su robustecimiento frente a la sociedad, es función de la conciencia burguesa de libertad que, por su parte, creció junto con las estructuras sociales.5 Es justamente esta creciente autonomía lo que va a determinar al arte como elemento crítico de la sociedad contemporánea.

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1. Peter Bürger, Teoría de la vanguardia, cap. 1-4, pp 51-152, ed. Península, Barcelona.
2. León Trotsky, Sobre arte y cultura, pp. 94, Alianza editorial, Madrid, 1971.
3. Theodor Adorno, Teoría estética, pp. 12, ed. Taurus, Madrid, 1971.
4. León Trotsky, Sobre arte y cultura, pp-90, ed. cit.
5. Theodor Adorno, Teoría estética, pp. 295, ed . cit.
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