Pésame

Esa madrugada lluviosa deambulaba por las calles de mi ciudad, refrenando el deseo de faltar al laburo y atormentado por todo lo que le daba sentido a mi nombre. Llegando a la estación, acordonado en el lodazal, tomé la decisión.

Junto al pastizal que bordea las vías encontré a aquel hombre, mojado, barbudo y con ese maxilar perfumado. En sus ojos herrumbrados encontré la excusa para no ir. Sus balbuceos se convirtieron en un relato que atrapó mi atención.

Me contó que recién sus pensamientos se ordenaban. Aquella noche había sufrido una experiencia fantástica, tranquilo lo escuché.

La noche anterior regresaba de los fondos del bar de la estación cuando la pequeña jaqueca que tuvo todo el día alcanzó niveles insoportables. La transpiración inundó su cuerpo y su cabello hediondo. No pudo evitar agarrarse la cabeza. Y lo descubrió. La gorra verde y blanca había –literalmente- reventado. Su pelo abundante y grasiento afloraba por los retazos. El dolor de cabeza nubló su mirada.

Palpó entonces sus orejas, habían crecido. Tanteó tu frente, había crecido. Masculló un puteada en guaraní y corrió entre las vías. Hasta que cayó desmayado ante lo inevitable.

El fino silbido del último tren lo despertó. Quiso erguirse y no pudo. El peso de su cabeza se lo impedía. La acarició, aunque solo parte de ella. Había crecido, mucho. Tanto que su espalda amenazó quebrarse. Me confesó que casi se alegra. Un paralítico azuza más la culpa de los transeúntes. Sin embargo, volvió a la cordura y gritó. Nadie podía escucharlo ya…
Tieso como yo, se dejó llevar por el sonido de su relato. Le convidé un cigarrillo y me senté a su lado, sobre los pastos húmedos. Quiso compartir el cartón pero me negué, no estaba dispuesto a invitarlo a mi casa. Continuó.

Según sus cálculos, su cabeza había crecido hasta tres veces su tamaño original. Simétricamente, sus orejas, su boca, su nariz, sus ojos, se ataban al fino cuello. La llovizna agudizó sus sentidos. Pensó entonces en los motivos de aquel suceso.

Yo lo detuve. El alquiler alguien debía pagarlo. Quince minutos de relato no es tarde. Le dejé un cigarro más y me fui sin saber su nombre…ni el final.


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