El sueño del pantano y los caballos

Como en una de esas escenas brutalmente románticas de las películas de Leonardo Favio, he soñado con caballos muertos, con caballos muertos de color marrón, con hermosos caballos marrones muertos flotando en la superficie de un pantano leve, un pantano aguachento, con nenúfares de color verde musgo y camalotes también del mismo color, así, bien fuertes, colores rústicos, salvajemente marrones como los animales aún no putrefactos floreciendo su muerte suspendidos en el agua densa, semi pantanosa.
Colores selváticamente verdes, de suciedad naturaleza, todo verde y marrón y los caballos flotando en el agua y yo, ahí, agarrado de un árbol también marrón y verde, marrón en su tronco y verde en su copa, tronco vital, de verde que se respira, cómo si con un mortero se machacase pasto y después se colocase la nariz en ese cuenco de pasto triturado y se sintiese el perfume tosco de la sangre verde ocuparnos el cuerpo en ese respirar arrebatado, llamándonos a la acción.
Mi cuerpo entonces abrazado a un baobab como el del principito, ocultas sus raíces en la tierra debajo del agua primero, y después, inundada, mojada e invisible su base y el principio de su tronco a causa de este pantano que digo he soñado con los caballos en la muerte y todo ese espectáculo de nenúfares, juncos y camalotes.
Soy yo el que ha soñado con un abrazo pasional, revolucionario, a un baobab emergente, soy yo el que se ha visto a sí mismo en un sueño en el que una moderada corriente de viento agitaba un pantano y hacía a los caballos trasladarse de un lado a otro, de un lado a otro, sí, otra vez, de un lado a otro, como autitos chocadores a una velocidad mínima y por ahí alguno me pasaba cerca o me rozaba y yo, sin soltarme nunca del baobab, le acariciaba un poco las crines con la mano y después lo veía como se iba solito y muerto hasta chocarse con otro muerto visible ante mis ojos y mi conciencia.
Fui trepando los metros del árbol y trepando y trepando, raspándome los brazos y la piel de la cara, seguí camino a través de una de las gruesas ramas y llegué bastante alto, algo así como los nueve metros promedio de un baobab, algo así de arriba estuve, y en ese sueño, y en esa cima verde pude ver mejor y pude ver que los caballos eran miles y que cada uno de ellos tenía marcas hondas en el cuerpo, muchas, pero también la yerra de la lucha en los genitales, en esas pijas, pelotas y vaginas flotantes, apenas sumergidas en un semi pantano de sueño, de pesadilla.
Arranqué un fruto de la rama del baobab y me lo até al cuello, con ese pan de mono en el cuerpo pegué un salto y me hundí a toda velocidad en el agua hasta tocar el fondo.
Y he soñado con mi cuerpo ahí abajo, ahogándose, con el peso del fruto henchido por el agua, colgándome del cuello, en un semi pantano de historias de muerte, mi propia historia que es la nuestra, infranqueable.
He soñado, mi mente ha trabajado en esto.
Yo siento la obligación, yo quiero volver a ese pantano hijo de puta y trotarlo.
Trotarlo, galoparlo, revolucionarlo.
Con esto he soñado y ya no puedo, ya no quiero olvidarlo.

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