El juicio final


Las columnas humanas serpenteaban por las calles de Buenos aires resignándose a lo inevitable. Ya nadie tenía esperanzas de que algo detenga el sorpresivo final. Solo los mercaderes, juglares y payasos pretendían hacerse de un último aplauso antes del atardecer. La masa, hormigueante, simplemente cargaba sus ropas y abrazaba a sus seres queridos. Así encontró a la humanidad aquél fatídico domingo, presa de sus propios monstruos de cemento y aluminio.
Meditabundo, el vendedor de espejos se perdía en los pasos cansados de las viejas que lo acompañaban. De a ratos, la amargura que recorría su garganta lo hacía abrazarlas y pedirles disculpas por algo que no era su culpa. Dolorido, arrastraba sus pies al compás de centenares de familias envueltas en lamentos. Él, que había olvidado sus sueños de mercachifle y superstar, reprimía el grito de insatisfacción una vez más.
Una de las viejas, la mayor, tía del vendedor de espejos, pidió detenerse; luego, ya sentados al costado de la estrecha calle capitalina, abrió el taper que cargaba en su bolso y convidó las milanesas con queso y salsa de tomate arriba, preparadas la noche anterior. La otra, madre, combatía su angustia sazonándose con la profecía autocumplida. El espejólogo, como pretendía que lo llamen desde sus años de estudiante de orfebrería, una y otra vez espantaba con su mano la silueta etérea de quién fue su único amor.
“¿Amor, porque nos alejamos uno del otro? ¿Por qué nos alejamos si, a pesar de todo, era el amor a lo imposible, a lo ideal, a lo fantástico, lo que nos unía? ¿Por qué nos alejamos si, este fatídico día, llegó de mañana, sin avisarnos? ¿Acaso olvidamos que el final del sendero era así? Nada de este mundo, nada que nos sea ajeno, justifica nuestra imprudencia, nada; si tantos años deambulamos por estas mismas calles, pretendiendo usar galera y vestidos largos, buscando algún famoso, soñando de narices frente a las confiterías, aprendiendo a mirar hacia donde las moles de cemento se figuraban obras de arte…
Fuimos imprudentes, es lo único que puedo recriminarnos. El resto, lo que restaba, no eran más que las anteojeras que compramos en el Abasto, que le compramos a aquella tarotista que nos siguió, desde el parque Centenario, durante más de media hora. Es tarde, nuestro último beso quedó como un recuerdo tibio, tus labios y los míos no fueron más que un leve roce antes de que bajaras del 140, la última noche del sábado en que fuimos a ver una de terror…”
El cielo anunciaba con claridad el destino próximo. Una ola violácea devoraba otra rojiza, aplastando los últimos rayos del sol; bandadas de palomas volaban de aquí para allá, regando en el asfalto a las más débiles, que caían agotadas; un profundo olor a humedad anunciaba lluvia.
“No puedo juzgarte, uno ama como puede, pero porque este mundo donde nada nos sobra aún sigue girando; no puedo juzgarte, ¡luchamos tanto por otro mundo donde uno ame plenamente!, pero no lo conseguimos…y ahora es tarde. Fue mi culpa, fue mi culpa porque soy de esos que no se resignan y te reclamaba que ames con lo que te faltaba. Y a vos te enseñaron a amar con lo que sobraba. Pero no me alcanzaba, aún no me alcanza…”
Desde los grandes edificios no cesaban los disparos de quienes querían controlar el final de sus vidas. El espejólogo no podía hacerlo. Es más, no logró hacerlo en toda su puta existencia. Ahora, ya al borde de su tumba, descubría que el infierno queda allí, que la llave al reino de los atormentados no libera de la tumba, ni la tumba es un refugio de las puertas del infierno. Lo descubría absorto en las finas gotas que empezaban a caer sobre la ciudad. Y como siempre, las viejas que lo acompañaban le pidieron que se abrigue. Una vez más, lo amaban irremediablemente.
“Sos mi último pensamiento, todo lo que compartimos y todo lo que luchamos para estar juntos este día, lo merece. Sin embargo no fue así, no fue así porque nuestros egos nos asfixiaron de melancolía. Los retazos de recuerdos no alcanzaron, esa palabra volátil llamada `amor´ no alcanzó. Y ahora, conservando la serenidad ante lo inevitable, pretendo disfrutarlo, debo disfrutarlo, junto a mi sangre. Es entonces que ya, minutos antes del derrumbe, te saco de mi mente y mi alma…sino no podré seguir caminando hasta la muerte. Adiós, más palabras serían solo eso, palabras que me hacen perder el tiempo…”
El trío caminó bajo la lluvia tenue unas cuadras más, hasta que pudieron ver el río. Las mujeres entonces sonrieron inocentemente. Nunca habían visto el Río de la Plata. El espejólogo, también sonriente, pidió detenerse, la plaza en donde finalizaba la calle empinada era un buen lugar para disfrutar la vista. Entonces, atravesaron los cuerpos sudorosos y desconocidos hasta la plaza; y se sentaron pesadamente en uno de sus bancos mojados. El espejólogo no lo dudó, les dio allí –en silencio- el abrazo final. Su último recuerdo fue la sensación de acariciar el rostro ajado y feliz de quienes lo criaron.

2007

1 comentarios:

Anónimo dijo...

Pocas veces leí un relato cuya descripción de la melancolía de un hombre fuera tan clara, el ocaso de la sociedad, de un sistema, en paralelo a la soledad de este hombre.